miércoles, 3 de abril de 2013

Etapa 01 (179) Santiago de la Ribera-Playa La Llana

Etapa 01 (179) 29 de mayo de 2009, viernes.
Santiago de la Ribera-Lo Pagán-San Pedro del Pinatar-Salinas de San Pedro-Playa La Llana.

A lo largo del día me llama TNS, pero no recuerdo a qué hora.

Hoy será un día muy importante para mí. Cuál será mi comportamiento, me crea incertidumbre. Ayer ya se cumplió uno de mis objetivos, el de estar con mis amigos y conocer a Ainhoa y Carmen. Hoy me toca el segundo, responder a la invitación del Coronel de la Academia General del Aire.

Me despierto a las 7:30 h. Cago (ya estoy regularizado de la diarrea de la salida), me afeito y lavo la cara. Me pongo a escribir, pero debo volver a sentarme en la taza, esta vez algo más ligero; ¡mi gozo en un pozo! He probado el agua y está bebible, aunque sabe algo más a lejía que ayer. A las 8:45 h, me visto y bajo al comedor, por si hay alguna posibilidad de adelantar el desayuno. Me atiende una chica y me da la impresión de que voy a ser el único que va a desayunar. Descafeinado con leche y tostada con mantequilla y mermelada; todo rico. Para las 9:15 h ya estoy en la puerta de la AGA, Academia General del Aire, y creo que va siendo hora de dar las razones de mi visita.

Academia General del Aire de San Javier (Murcia). Aquí me cambió la vida
Tenemos que retroceder a 1945, el año en que nací, en Alsasua (Navarra), ahora, también en euskera, Altsasu (Nafarroa). En aquellos tiempos se recomendaba como medida saludable el “cambio de aires” y así a las familias de la costa se les orientaba hacia la montaña y viceversa. Con tal motivo, una familia donostiarra llegó a mi casa aquel verano. Mi padre trabajaba en Fundiciones de Alsasua y no era gran cosa el dinero que aportaba para el sostenimiento de la familia, así que, con esta medida, mi madre conseguía un dinerito extra, que nunca venía mal. La familia donostiarra, formada por matrimonio y tres hijos, conviviría en la misma vecindad.  Yo había nacido en mayo, así que, en su primera visita se encontraron con el chiquitín, del que se fueron encariñando a lo largo de los distintos veranos en que siguieron acudiendo allí de vacaciones los Usandizaga. Disfrutaban mucho con mi padre, al que acompañaban a cazar, a pescar y a dar paseos por el monte cerrado y el monte de San Pedro, y siempre había algo para traer. En aquella época éramos todos insaciables. Si no traíamos setas, cogíamos moras, o fresas; también piñas, que eran perfectas para iniciar el fuego en la cocina económica, como así se llamaba la que teníamos en casa, antes de que llegaran las de gas, las eléctricas y, muchos años más tarde, las de vitrocerámica. ¡Oh, aquellas fresas! Creo que jamás comeré ya algo tan delicioso como aquellas pequeñas “marrubis” (fresas salvajes), que proliferaban más por el monte de la estación, al que también solía ir con mis primos Fany, Blanqui y Santi (al que conoceréis en Vilanova i la Geltrú, Montserrat e Igualada en este mismo viaje). Normalmente íbamos con una cestita a la que hacíamos una cama de helechos y, aunque alguna fresita se estropeara, mantenía el aroma y sabor que ya doy por perdidos. Como las poníamos con algo de vino y bastante azúcar, el almíbar que esta mezcla producía, era una pura delicia añadida. Algunos opinaban que el vino les quitaba sabor, pero nosotros, yo ya con tres años, teníamos el bar Mareo y el vino había impregnado también nuestra cultura.
Pero el mayor manjar consistía en la suculenta cantidad de cangrejos que el río de San Pedro, donde estaban los más deliciosos, y el Alzania, donde los más grandes, nos proporcionaban. Era un goce ver los reteles repletos y sufríamos viendo cómo algunos, que se habían enganchado a la carnada por el exterior, caían y se perdían en el agua. Estaba prohibido cogerlos a mano, pero realmente era así como más nos gustaba coger y  más disfrutábamos. A veces, levantábamos una piedra del lecho del río y esperábamos a que se aclarara el agua y, cuando veíamos nítidamente al cangrejo, ejercitábamos nuestra pericia para que ya no se nos escapara. A veces caía al primer intento, sabíamos que los cangrejos caminaban hacia atrás y lo habíamos comprobado. Cuando alguien no progresaba en algo se decía: “va para atrás, como el cangrejo”. Otras veces el cangrejo caía en nuestras manos a la tercera o cuarta intentona; y otras acababa salvándose, escondiéndose en maraña inaccesible. Hubo quien, más intrépido, no esperaba y, al meter la mano, se encontró con alguna culebra que, aunque decían que las de agua no picaban, nos producían escalofríos cada vez que veíamos alguna. No eran inciertas las historias que contaban sobre alguien que le había mordido una víbora.
Os estoy contando de le experiencia de coger los cangrejos, pero no hay que olvidar cómo disfrutábamos comiéndolos. En la primera época, como cogíamos tantos, los comíamos cocidos en cazuela. En realidad no eran cocidos, ya que sólo llevaban el agua propia y la que soltaban después de lavarlos (los de la regata de San Pedro, eran tan claros y estaban tan limpios, que no necesitaban esta operación). Mi madre, que era una buena cocinera, ponía aceite en una gran cacerola, echaba ajos bien picaditos con el aceite ya caliente y, sin dejar que se doraran, vertía los cangrejos, echaba una chorretada de vino blanco, tapaba la cazuela y la volteaba, como si fuera una maraca, para que todos los cangrejos cogieran el color rojizo por igual; no importaba que, con el traqueteo musical y crujir mortal de los cangrejos, asfixiados tan de repente, perdieran alguna muela (nombre que dábamos a sus patas delanteras o pinzas). Tampoco nos preocupaba su sufrimiento y, realmente, no les daba tiempo a sufrir, ya que su muerte era casi instantánea. ¡Cuántos no preferiríamos una muerte así, tras disfrutar de la vida, y no la muerte en vida que se puede ver, si se quiere, en muchas residencias de ancianos y hospitales! Pero muchos no lo ven así y no ponen remedio a este tormento inhumano. Claro que, algunos forman parte del sistema y viven de ello. Pero volvamos al tema. No sólo comíamos la cola del cangrejo, también rechupeteábamos el caparazón que, para mí era lo más sabroso y de sabor más característico, y las dos patas delanteras. Mi hermana Sagrario era la más diestra y la que más cangrejos comía. Su plato era siempre el que más cáscaras tenía. Yo era más lento y, probablemente, el que más disfrutaba de todo el proceso. ¡Y la salsa! El jugo que quedaba en el plato, mezcla del sabor de los cangrejos, el ajo, el vino blanco y la guindilla picante que también se les echaba, era algo que invitaba a rebañar y mojar el pan, con un gusto delicioso, imposible de olvidar.
En la época en que los cangrejos empezaron a escasear, la forma de condimentarlos varió, puesto que si queríamos que la cazuela sustituyera a un segundo plato, había que darle más consistencia. Entonces empezamos a ponerlos con tomate, así al untarlo con el pan, metíamos más ración al coleto. Con el paso del tiempo y la contaminación, los cangrejos también acabaron por desaparecer. Fue más tarde cuando se volvieron a repoblar algunos ríos con cangrejo que llamamos americano, pero ya nunca sería aquel cangrejo autóctono, con el que tanto disfrutamos en los años 50 y 60. Este cangrejo sería más depredador y menos sabroso.
Pero aunque me he centrado en los cangrejos, eran más cosas las que se valoraban en aquellos años. José Luis Usandizaga, el pater familias, solía decir, remedando Tres cosas hay en el mundo…: “Tres cosas hay en Alsasua que en el mundo nadie ha mejorao: el clarete, la carne y el pan sobao.” Y solíamos añadir: “y los pasteles de Bergera” y nunca añadíamos los cangrejos que, para mí, era lo mejor de todo, ni las fresas silvestres.
Recuerdo que el vino nos lo traían al Mareo de Falces y, por entonces, el que más se apreciaba, era el vino clarete (todavía no proliferaba la denominación rosado). Con el tiempo, los vinos tintos navarros han mejorado mucho y nada tienen que envidiar a los riojanos, sobre todo con el envejecimiento en barrica de los crianza y reserva. La carne era también mejor que la que se comía en San Sebastián. Eran los propios carniceros los que mataban las reses, generalmente terneras, y se preocupaban de que estuviese a punto para el consumo cuando la presentaban en sus mostradores. Mi madre se ocupaba de conseguir los mejores filetes de ternera y los carniceros complacían a una buena clienta, que tenía que hacer patria con los foráneos, ya para entonces, amigos.
Otro aliciente era la romería a San Pedro del 29 de junio que, como coincide con este mi viaje desde 2006 (salvo en 2010), alguna vez ya os he mencionado. Llenábamos un cesto con la comida que llevábamos desde casa y, alrededor de la campa de la ermita del santo, que es compartida por alsasuarras y urdintarras, solíamos extender un mantel y nos sentábamos en el suelo, alrededor. Siempre lo consideré una forma muy incómoda y, a veces, prefería comer de pie. La cesta pesaba y había que hacer turnos y el recorrido se aproximaba a los dos o tres kilómetros. Pequeñas fotos, ilustran aquellas comidas campestres de estos años que estoy relatando. El día del santo lo celebramos los de Alsasua y, al domingo siguiente, los de Urdiain. La ermita de San Pedro, donde García Ximenez fue coronado primer rey de Navarra, como reza en el frontispicio a la entrada, estaba partida por la muga, que atravesaba la ermita por la parte delantera; siendo la zona del altar, donde está la imagen del santo, con sus llaves del cielo, la perteneciente a Urdiain y el resto de la nave, en terreno de Alsasua. Pero, aunque en otros aspectos hay las desavenencias propias de pueblos colindantes, en relación con el cuidado y disfrute de la ermita parece que hay consenso. También esa rivalidad, supone un atractivo y, así tengo una prima Aldabe, casada con un Agirre y otra Urteaga, casada con otro Zubiria, ambos primos políticos míos, nacidos en Urdiain; el segundo, algunos años, hace alcaldesa a mi prima. La separación física de los dos pueblos dentro de la ermita era bastante evidente aunque, con posterioridad, creo que en los últimos años, prácticamente ha desaparecido. También, la propia muga, que corría por el monte, ha seguido el mismo proceso de desaparición, como había ocurrido ya con la pérdida de control de Arbitrios y ocurrirá después con la desaparición de fronteras. Todo lo que afirmo, lo tendré que contrastar con mi hermana, que todavía vive allí.
Pero volvamos a la romería. Celebrada la misa en el interior de la ermita (hoy, con la llegada masiva de foráneos, la misa se celebra ya en la campa), la gente almorzaba el bocadillo que había llevado de su casa y se bebía la tacica. El vino es obsequio del Ayuntamiento; de la barrica se extrae el tinto a jarras de barro cocido y, los empleados municipales, lo escancian en tacicas de plata que se van distribuyendo entre los asistentes; normalmente, se deja un poco vino sobrante, y ese resto se tira al suelo, como una medida higiénica para que pueda beber el siguiente. No creo que a lo largo de los años se haya producido ninguna epidemia por contagio; el alcohol lo mata todo. La banda de txistularis, generalmente a la sombra de un haya centenaria, entona el repertorio y los mozos y mozas bailan el zorziko en la campa. Acentuábamos en la primera o remarcábamos las dos zetas y hoy sé que es el equivalente euskaldun de zortziko. Normalmente, la cadena la inician los chicos y son ellos los que eligen a una chica para que, al entrar en lugar privilegiado, cerca de la cabeza, que siempre la lleva un mozo, dar pie a que entren las demás mujeres y poder bailar así juntos la Jota. Una de las músicas tocadas era siempre el “Joxemari purzulo” y habrán pasado muchos años antes de que, como no sé euskera, me diera cuenta que lo que se decía era: “José Mari ipur zulo” que, traducido, sería algo así como “agujero del culo” y que fue algo que cantábamos sin saber lo que decíamos. Al menos yo. Después del baile, el Ayuntamiento e invitados comían sentados y sobre mesas, su comida especial y el resto daba a buen recaudo con la que había llevado. Tras la comida, igual que el vino gratis, el Ayuntamiento obsequiaba con un puro Farias, para coger el cual, los hombres fumadores y algunos jóvenes, fumadores incipientes, hacían cola; nadie se quedaba sin su purico. Algún año yo también lo cogí; ¿me lo fumaría? Quizás, con el paso de los años, ¿alguna mujer entraría en la cola?
Habría otros aspectos que contar de aquella época. Con la escasez de trabajo y las pocas perspectivas de futuro que ofrecía el franquismo, al igual que la emigración a Alemania, Francia, Suiza y otros países europeos, Alsasua se repobló con gentes venidas de otras provincias, menos prósperas, de la nación, siendo lugar de atracción para mucha gente de Extremadura. Hubo gente a la que no le gustó, pues los que inmigraban eran personas con otras costumbres y que se “comían” las palabras. Por eso emigraban; para poder comer. Los más nacionalistas eran los más reacios, parecía que así perdíamos identidad, y la reacción, quizás la menos grave, fue el insulto, ayudado por la rima. “Extremeño, culo pequeño”, que si hubiese sido en euskera, aunque no rimara, “ipur txiki”, habría quedado más disimulado y leve el insulto. La reacción, también rimada, “Navarro, ni de barro” sería algo similar a lo que se decía de nuestros vecinos de la llanada: “Alavés, falso y cortés” o cuando, hablando de los donostiarras, se les denomina “ñoñostiarras”. Este tipo de cariños siempre han existido y “en todas partes cuecen habas” (cada vez menos). En Alsasua había campos que cultivar, la Renfe absorbía algo de mano de obra, la industria con más obreros era Fundiciones de Alsasua y, en la vecina Olazagutia, estaba la cementera El Cangrejo, creo que Portland, pero había poca industria más que añadir. A pesar de todo, los recién llegados y los venideros, si no querían ir a Europa, se irían acomodando. Quizás éstos, y otros que emigraron a Europa y volvieron, sean los que más difícil se lo ponen a los que vienen hoy de otros países buscando una vida mejor. El canto “¡Cómo cambian los tiempos, don Marcelino, las chicas en las tascas bebiendo vino!” corrobora lo dicho.
Fueron pasando los veranos y la familia Usandizaga seguía viniendo en verano a Alsasua. Pero los hijos crecía y el mayor se fue a estudiar para piloto de aviación a San Javier (Murcia). Entonces, si querías volar, te tenías que hacer militar y, no es que esta familia falangista hiciera ascos a lo militar; de hecho, un hermano de José Luis, José Manuel, siendo militar, estuvo al mando, durante algunos años, de la Policía Municipal de San Sebastián. Jesús Mari y Mertxe siguieron viniendo con sus padres, yo crecía, y algún verano me volvía con ellos a Donostia y pasaba allí algunos días en su casa. Me volvía a Alsasua con un ferroviario, el señor Santamaría, o con el primo de mi madre, Zacarías Elizalde (Jaimito), un conocido pelotari de la época que, en la casa de sus padres, Lucas y Perfecta, madrina de mi madre, tenían un pequeño trinquete al que, más tarde, iría a jugar con mi primo Gerardo Urteaga; la diferencia es que él llegaría a ser campeón de remonte y yo era incapaz de hacer dos tantos seguidos, a mano.
En 1948 había nacido mi hermana Sagrario y en 1950 mi otra hermana, Lucía. Ese verano estaba yo en San Sebastián, cuando nació, el uno de septiembre (entonces todavía lo escribía con “p”), puesto que no empezábamos la escuela hasta después de las fiestas de la Cruz, del 14 de aquel mes. Cuando llegué a casa y quise ver a mi hermana Lucía, todos se sorprendieron, pues ya le llamaban Luchy. A pesar de la llegada de estas hermanas mías, los mayores afectos de los Usandizaga, seguían siendo para mí; yo tenía un carácter muy modosito. Basta con verme en alguna foto de la época.
Todos estos preámbulos, creo que pueden servir para situarme en febrero de 1952. Un día, al salir de la escuela, me esperaba mi madre, porque teníamos aviso de conferencia desde San Sebastián; entonces no había teléfono en la mayoría de las casas y había que ir a hablar al locutorio. Las telefonistas “jugaban” metiendo y sacando clavijas comunicantes. Me pasaba horas muertas viendo el tejemaneje. La noticia que recibimos nos dejó, a mi madre y a mí, anonadados y llorosos; José Luis, el hijo mayor, había tenido un accidente en vuelo y caído con su avión, con fallecimiento instantáneo, en la propia base militar de San Javier (Murcia). Este es el hecho que cambió mi destino. Por eso mi interés de visitar la Academia General del Aire.
No sé si en aquel verano, pero los veranos de 1953 y seguro que en el de 1954, pues tengo una foto de aquel año con Maite, la que había sido novia del fallecido, subido a un poste de las cuerdas salvavidas en la playa de La Concha, que lo confirma. Sería ya en aquel curso, una vez tomada la decisión por mis padres de aceptar la oferta de aquella familia, en que yo iría a estudiar Comercio (Peritaje Mercantil) a San Sebastián. El acuerdo consistía en que ellos me mantendrían y mis padres costearían mis estudios, los libros y el pago puntual del recibo mensual. Primero se intentó que me admitieran en el colegio de la calle Urdaneta, que no recuerdo a que frailes pertenecía ¿quizás a los hermanos de La Salle, a los Marianistas?, pero como no había plazas disponibles, acabé en los claretianos del Corazón de María, de la avenida de Navarra, frente a la playa de Gros (entonces, sin espigón, más pequeña y peligrosa, todavía no sería mi preferida playa nudista de La Zurriola).
Así fue como, con nueve años cumplidos, fui apartado de mis padre, a los que vería durante las vacaciones de verano, Navidad y Semana Santa e incorporado a esta familia que, aunque no fuera desconocida para mí, una cosa es convivir con ella durante sus vacaciones o mis cortas estancias en la capital, y otra cosa, muy distinta, vivir con ella a perpetuidad. Y no tengo duda de las buenas intenciones y que desde las dos familias creían hacer lo más conveniente para mí y mi futuro. Si una parte de la decisión tuvo la finalidad de ocupar conmigo a una madre dolorida que había perdido a su primer hijo, creo que eso también fue un error y un fracaso; nunca iba yo a ser capaz de sustituirlo y pagué en carne propia sus lloriqueos cuando no conseguía lo que pretendía de mí. ¡Cuántas veces no lloré por el Paseo Nuevo donostiarra! Por mi situación familiar, por mi incapacidad para los estudios… Me sentía muy infeliz. Convinimos en que a los padres les llamaría tíos y a los hijos primos. A mí nadie me consultó.
Si el rendimiento escolar puede servir de baremo para afirmar o desmentir lo que trato de transmitir, puedo decir que de estar en las escuelas públicas de Alsasua entre los tres primeros de mi clase, siendo maestro de entonces Don Crescencio, creo que el mejor que tuve, y no quiero olvidar en parvulitos a la Señorita Jesusa, pasé en San Sebastián, con los claretianos, a estar siempre entre los últimos. No puedo dejar en el tintero a Eufronio Aguirre, nacionalista antes que cura que, odiando a franquistas y falangistas, me hizo la faena de no incorporarme al grupo que se preparaba para el ingreso en Comercio, no me presentó a examen, me tuve que pasar todo el verano haciendo “Mis dictados” y, cuando aprobé el ingreso en setiembre, y no le quedó más remedio que incorporarme al grupo de primero, el mal ya estaba hecho. Ya no levantaría cabeza. Si mi situación familiar era la que era, mi rendimiento académico era pésimo, y mi incapacidad para concentrarme y aprender nula; no es que no fuera capaz de comprender los contenidos que estudiábamos, es que no era capaz ni de memorizarlos. Todavía recuerdo la paciencia con que me tomaba la lección Jesús Mari; los nombres de los ríos, las montañas y sierras y los pueblos y ciudades de la nación. No daba pie con bola. A favor de D. Eufronio sólo puedo decir alguno de sus métodos memorísticos en Geografía, apoyado por músiquilla ramplona que me llevó a aprender de forma que no olvidaré en la vida (salvo Alzheimer o similares) los pueblos más importantes de algunas provincias de la geografía hispana. Con una música similar a la de “Ávila, Segovia, Soria… ochocientos mil”, él preguntaba “¿Lérida?” y yo respondía: “Borjas Blancas, Cervera, Solsona, Seo de Urgell, Sort, Viella, Tremp, Balaguer, Camarasa.” O “¿La Coruña?” (entonces todavía no era A Coruña) y mi respuesta: “Carballo, Corcubión, Muros, Negreira, Noya, Padrón, Órdenes, Santiago, Arzúa, El Ferrol del Caudillo y Ortigueira.” Siendo lo vasco que era, y también cura, me sorprende que no añadiera “de Compostela”, ni quitara “del Caudillo”, pero parece que dejándolo así favorecía la música de la cantilena y, además, no convenía alterar el orden, puesto que se podían seguir los pueblos tirando una línea que casi cerraba un círculo. Otra razón para no acortar Ferrol, quizás fuera que si cantábamos lo aprendido en algún círculo no controlado por él, podría ser llamado al orden. No hay que olvidar los tiempos en que vivíamos. Cuando empezamos a aprender Francés, dos años más tarde, idioma que inicié muy ilusionado, también fue el padre Aguirre el que lo daba y no tengo mal recuerdo de sus clases, aunque allí, mi mejor amigo, Guillermo Barreneche, que venía de estudiar en el Liceo Francés, era el privilegiado y se evitaba el esfuerzo de tener que aprender lo que él ya traía aprendido. Aquí el método memorístico tampoco me fue tan mal y todavía puedo decir de corrido una carta comercial como “Messieurs: Votre maiçon ma eté recomendé par Monsier Julian Sorel, un de votre client…” (fijaos más en el sonido que en la grafía y las tildes, que ya he olvidado). Creo que pesa en mi desprecio de semejante persona el tortazo que me dio cuando el padre Sierra me mandó a casa para coger los deberes de latín que había olvidado y, de regreso, cuando me abrió la puerta, aquel bofetón no se me olvidará nunca. Siempre he creído que aquella reacción violenta iba dirigida a lo que pudiera haber en mí de franquista y falangista (transposición de la familia acogedora a la que pertenecía).
Otra dato que puede ser significativo y que puede añadir luz a mi penuria espiritual que os estoy contando, era el del control de esfínteres. Yo llegaba a San Sebastián los veranos sin haber controlado la orina y, algunas noches me orinaba en la cama. Era preocupante, pero no se consideraba grave. Pero lo que ya no fue normal que, de vez en cuando, me siguiera orinando aún con catorce años. Luego ya se corrigió. Se suele decir que gracias a Dios, pero yo más creo que fue gracias a mí y mis nuevas circunstancias. Yo entonces era muy pudoroso; no me podía ver el culo ni mi madre; y mis meadas nocturnas desquiciaban a la familia donostiarra. Un día, quizás alguno más, amanecí sin el pantalón del pijama, parece ser que mi prima Mertxe me lo había quietado. Mi enfado fue mayúsculo, más por el sentimiento del pudor, que porque me hubiera meado en la cama. Haberme librado de aquel insano pudor, con mi práctica del nudismo, es algo que me ha hecho sentirme más libre. Por eso, siempre que encuentro la ocasión, lo recomiendo. Supone una forma de liberación.
Mi prima Mertxe, también era buena jugadora de balonmano. El equipo de la Sección Femenina, había logrado proclamarse campeón de España y jugaban en toda la geografía. Era mi ídolo; incluso las baladronadas que contaba, las consideraba meritorias; en alguna ocasión se jactaba de que a alguna jugadora  contraria que le metía el codo cuando atacaba, le había propinado un mamporro que la había dejado sin sentido. Yo también aplaudía, hasta que, en mi proceso madurativo, fui comprendiendo que muchas de sus actuaciones no eran dignas de admirar sino, al contrario, de vituperar. Así fue como el ídolo fue cayendo de mi estima.
Pero no sólo voy a contar penurias, pues también hubo acontecimientos esperanzadores.
Por aquella época se formó un equipo de baloncesto en el colegio, la Juventud Cordimariana, y no sé si no se me invitó, no me inscribí a tiempo, o por qué otra razón, me quedé fuera del equipo; jugaban en él compañeros de clase, con algunos de los cuales acabaría formando cuadrilla. Mi primo Jesús Mari había hecho mucho deporte, como ya  expliqué cuando fue rechazado para entrar en la AGA, y jugaba a balonmano de extremo; era un buen extremo y le llamaban “El niño”. También le entró el gusanillo del baloncesto, aunque en contraste con el rudo balonmano, este nuevo deporte se consideraba por algunos deporte de señoritas. Al quedarme sin equipo, me buscó una alternativa y empecé a entrenar y jugar en el Ludus, equipo dependiente de Falange. Con ese equipo jugué uno o dos años, me entrenaba con mi primo en Anoeta, en el espacio que hoy ocupa el estadio de la Real Sociedad, y allí jugábamos los partidos. Recuerdo el último año en que nos levantábamos temprano y, antes de ir al colegio, nos entrenábamos en el campo, entre estuco y grandes espejos (la mayoría rotos), de lo que fue el Gran Casino del Kursaal; un espacio que había sido destrozado por los jugadores de jockey sobre patines. Este casino, que quedara obsoleto, lo habían habilitado para el deporte. Dibujando los catetos de un triángulo rectángulo, si normalmente de casa al colegio era la hipotenusa, el cateto menor sería la distancia de casa al Kursaal y el mayor, del Kursaal al Corazón de María. Todo quedaba cerca. Allí también se jugaban los partidos y recuerdo, especialmente, uno en que me tocó jugar contra mis amigos de La Juventud Cordimariana y que, defendiendo mi amigo Guillermo (no recuerdo que hubiera otro jugador en el equipo contrario), pude marcar cinco puntos. No puedo decir que fuera un buen jugador, porque sería mentir, pero estaba eufórico, con mis dos encestes y un tiro libre. Creo que debo mucho al baloncesto en aquella época en que, con ayuda de mi primo, iba saliendo ya de mi zozobra.
Después pude incorporarme al equipo de la Cordimariana, “La Cordi”, como decíamos, y creo que jugué allí dos o tres años. No lo tengo claro, pero creo que, en los inicios nos entrenaba el señor Urra y, luego, Ildefonso Jimenez, hermano de mi amigo Eugenio, que también jugaba, así como Andoni Urreizti, que sería nuestro mejor jugador y del que ya os hablé al contaros en tramo sur de la península, cuando el camino me hizo topar con su hijo Iker en el Cabo de Gata. Con los años, Eugenio y Andoni serían concuñados. Formaban parte de mi cuadrilla y en alguno de nuestros guateques en la casa de las conchas, en Las Dunas, de otro amigo, José Eduardo Castelví, a donde, en alguna ocasión, acudieron acompañados de Gertru y Yolanda, hermanas y amigas mías también, y que acabarían siendo sus esposas, respectivamente. Además de Guillermo Barreneche, recuerdo también a otro jugadores: Javier Pintado, que también serían de la cuadrilla, Joserra Rodríguez, Julián Jalón, que fallecería unos años después y al que le siguió Juan Luis Aguirre, estando yo en Araca, haciendo el servicio militar. Con Juan Luis tuve doble vínculo, pues, además de jugar con él a baloncesto, al cabo de los años, se incorporó al grupo de teatro y nos hicimos más amigos; luego, la muerte cortó esta progresión. Pero ya me estoy saliendo de la época que quiero contar.
Cuando el segundo hijo, Jesús Mari, quiso seguir los pasos de su hermano e inscribirse en el examen de acceso a la academia de aviación, los padres “removieron Roma con Santiago” para que no fuera admitido. En las pruebas físicas le detectaron “corazón grande”, algo propio de los que hacen mucho deporte y eso fue suficiente para ser rechazado. En la carta que escribí al coronel explicándole los motivos de mi deseo de visitar la Academia, le explicaba esta circunstancia, y le contaba que acabó estudiando perito industrial y, sin terminar la carrera, fue admitido en Potasas de Navarra, en Beriain y se pasó gran parte de su vida laboral, en la mina, a quinientos metros de profundidad. ¿Qué os parece? ¡Enterrado alguien que quería volar! Por eso,en la respuesta del coronel para que visitara la academia, hacía hincapié en que también viniera Jesús Mari.
Periódicamente nos visitaba en nuestra casa de Padre Larroca, el capitán Yurre, que había sido profesor de José Luis en la Academia y un apoyo a la familia en los peores momentos. Era un hombre muy afectuoso y que hablaba con mucha ampulosidad. Cada vez que nos visitaba era un espectáculo y, con el añadido, de que siempre suponía una comida muy especial. Con el tiempo ascendió a Comandante, pero no sé hasta dónde más llegó. Siempre hablábamos de su mujer, pero jamás vino con ella. También en el verano de 1954 vino por casa Maite Salazar, la que fuera novia del fallecido, pero se echó un novio alemán, Klaus, y ya no volví a saber más de ella.
Pasaron los años, Mertxe ofreció a mis hermanas montar un negocio en San Sebastián; la menor se encargaría de la peluquería y la mayor de la droguería. Vinieron y se hospedaban en una residencia de monjas de Gros, no lejos de donde yo vivía. Nos veíamos de vez en cuando. Yo había entrado a trabajar con 16 años en una fundición de Lezo, Lezo S.A. y a los tres años me trasladé a otra, respetándome la antigüedad, de Beasain, Fundiciones del Estanda S.A. Estando trabajando allí, tuve oportunidad de que mi hermana mayor, que había estudiado Administración, ocupara una plaza que quedaba vacante, porque mi compañero de oficina se iba al servicio militar. Propuse a mi hermana y se me aceptó. Esto supuso la ruptura definitiva con la familia y, por mi desafección, fui expulsado del hogar. Es cierto que los hijos de Mertxe iban creciendo, la casa se iba quedando pequeña y yo ya llevaba tiempo durmiendo en el comedor. Incluso había estado mirando pensión con un compañero de trabajo José García, que fue un gran apoyo en algunos momentos, viajábamos mucho en tren, ya que el también vivía en San Sebastián, y me hizo recomendaciones de buena literatura. Recuerdo Elías Portolu, de Gracia Deleda  y Chantecler, de Jean Rostand, amén de otras muchas.
Cuando me casé en 1971, no invité a los padres a la boda, ni a Mertxe, ya que entraba en el mismo paquete y, si ella venía, mi hermana Sagrario no habría acudido y yo tenía claras mis prioridades. Sí acudieron invitados Jesús Mari, que llevaba años bajo tierra en Pamplona, como sabéis, su mujer, Itziar, y sus dos hijos, Eva y Sergio. Fue una ceremonia discreta en la Basílica de San Martín de la Ascensión y de Loinaz, de Beasain, muy familiar, en la que estuvimos 19 personas y tuvimos la fortuna de que acababan de abrir restaurante en el edificio aledaño, así que no tuvimos que hacer más desplazamiento. Se sirvió un aperitivo a algunos que asistieron a ver la ceremonia y comimos muy a gusto. Hasta sobró solomillo y el lenguado Meunier estaba delicioso. Creo recordar que, con cava incluido, no superó las ocho mil pesetas.
Creo que, con lo que os he contado, queda clara la importancia que esta visita a la AGA tiene para mí. Dentro de seis días, cuando llegue a Benidorm, contaré lo acaecido en la Academia a Jesús Mari, Mertxe e Itziar, que me esperan y me invitan a pasar una jornada con ellos en su hotel. Con los pamplonicas mantengo una correspondencia periódica; yo mando postales de mis viajes y felicito las Navidades y/o el Año Nuevo con alguno de mis dibujos del camino y, ellos, me llaman por teléfono de vez en cuando, por Navidad o por mi cumpleaños. Con Mertxe, aparcado el tema que nos separó, me veo de vez en cuando en Donostia y nos paramos a hablar de lo que sea. Sin pedirnos perdón, quizás porque no haya nada que perdonar, tampoco podemos, ni debemos, olvidar el pasado; lo que nos une y lo que nos separa. Fue como fue.
Yo, ahora, en la distancia, me maravillo de que saliera indemne de aquella situación. Me apeno por mi padre, cuyo primer hijo murió con un año, y al segundo se lo arrebataron. Mi abrazo con él en Araca, el día de la Jura de Bandera, será un recuerdo imborrable. Mi padre había sido, por circunstancias, por haber hecho el servicio militar en Tetuán, no sé por qué, de la Guardia de Franco, pero además de su amor a la naturaleza, de la que disfrutaba todo lo que podía (aunque algunos, al cazador y al pescador, consideren depredadores), tenía un gran corazón y era solidario con los problemas de los demás. Buen compañero y amigo de sus amigos. Algunos, más jóvenes, todavía me recuerdan las enseñanzas recibidas sobre caza y pesca. Era genial en las dos facetas. En las primeras huelgas de Fundiciones de Alsasua se significó, y fue expulsado con alguno más. Anduvo dando tumbos con alemanes, buscando petróleo en la Sierra de Urbasa y acabó de barrendero nocturno en la fundición de Esteban Orbegozo, de Zumárraga. Creo que dormir de día y trabajar de noche no era bueno para descansar y todos los días se tenía que tratar el dolor de cabeza con una o dos pastillas. Creo que el Optalidón lo mató. Aquellas pastillitas rosas que parecían tan inofensivas. Cuando fue expulsado de la fundición de Alsasua, desde mi familia donostiarra se vivió como una irresponsabilidad. Había adquirido el compromiso de costear mis estudios y, ahora, ¿cómo los iba a poder pagar? Yo creo que fue consecuente con sus ideas y, como mucho, se le podía atacar de ingenuo.
Pasados los años, con esta edad madura de 67 (en 2013, cuando escribo este blog) y las experiencias vividas, no puedo más que relativizar aquella época de zozobra de la que, con humor, pude salir adelante. Luego mi matrimonio, mis hijas, mi separación, mis yernos, mis nietos, mi jubilación y mis viajes caminando, han hecho de mí el que soy y no estoy nada descontento. Todo sirvió.
Después de tan largo relato, y seguro de que algo importante para mí y para dar coherencia al conjunto se ha quedado en el tintero (expresión obsoleta en tiempos del ordenador), os invito a volver al aquí y ahora y a entrar conmigo en la Academia.

Entrando en la Academia. El Coronel no me puede atender
A las 9:15 h me presento en ventanilla y el que está en recepción sabe que el Coronel está ocupado y no me va a poder recibir y, por tanto, no quiere que entre. Pero insisto y le digo que tengo una carta de invitación suya y a las 9:30 h entro en la Academia de la mano del alférez Manuel Rodríguez, que resultará ser un buen cicerone. Disculpa al Coronel diciendo que hoy está muy ocupado, que hay dos conferencias y que no podrá ni saludarme, aunque le habría gustado hacerlo. Me lleva a la Biblioteca; allí consigue dos libros. En las orlas no aparece la foto de José Luis, ya que en ellas sólo están  los que finalizaron sus estudios, en cada promoción. Sí aparece en la lista de Caídos por la Patria, con el nombre correcto de José Luis, lo mismo en la enorme pared de mármol.











Sin embargo, en la placa de la entrada al despacho, efectivamente aparece sólo con el nombre de Luis, como me había escrito el Coronel en su carta. El alférez me da una fotocopia, me saca un foto con los nombres grabados en mármol pero, con el flash, los nombres que están en lo alto desaparecen y los más altos quedan en la penumbra, así que no podremos apreciar la inscripción del Caballero Cadete José Luis Usandizaga Martín. Saco foto de cuatro de las placas en que aquí ya se aprecia bien el nombre y pasamos al museo. En el exterior me saca una foto con un avión similar al accidentado y me señala el lugar en que el avión se precipitó por parada del motor. El nombre de Luengo le suena, pero no logro más información; creo que este primo de mi madre estuvo de instructor aquí. Le cuento la anécdota de la aliaga que me llevó al cuartel entre Tarifa y Algeciras y nos despedimos amigablemente.

Durante el paseo, me he podido desprender de la botella del Marqués de Cáceres, que he entregado al alférez; me da lo mismo que se la beba él o el Coronel; lo que quería ya era quitármela de encima. Ya estoy con el equipaje justo y necesario para iniciar la marcha. En realidad, la caminata ya se inició ayer, cuando bajé del autobús que me trajo de la capital murciana. El alférez me ha regalado el boli con el que escribo el diario.



En el libro que he leído se dice que el mes de febrero de 1952 tiene resonancias trágicas, ya que hubo varios accidentes con muertos. Se lee en la pág. 92: “Unos días más tarde, el 25, al despegar otro avión del mismo tipo, pilotado por el Caballero Cadete de 2º curso don José Luis Usandizaga Martín, sufrió accidente, estrellándose en las proximidades de las instalaciones de intendencia, dentro del recinto de la Academia, falleciendo dicho alumno.”

Continúa mi camino con el objetivo Antonio Machado en Collioure
Aunque se truncará en Palamós, a cuyo Hospital llegaré en taxi, tras curarme las heridas en dispensario de Sant Antoni de Calonge. A las 10:50 h salgo de la Academia AGA y continúa mi camino. Voy por el paseo marítimo de Santiago de la Ribera. Saco una foto con las palmeras de La Llana, al fondo, muy al fondo, que es mi objetivo para llegar esta tarde y dormir esta noche. Están restaurando la parte del paseo que se ha estropeado y llego a la Lonja de pescado; sigo adelante. Una pareja alemana alucina con mi viaje. Empiezo a sentir buenas sensaciones de caminante. Comeré a la entrada de La Llana, pienso. El canal que comunica el Mar Menor con el Mediterráneo está seco en su parte central, en el inicio; ¿se deberá a la hora de la marea?; el pasado año llevaba agua. Casitas bajas, a la izquierda.

Entrando en el parque natural, observo que por el paso de peatones no se ven traviesas rotas pero, después de las que vi el paso año, ya no me fío, y sigo por el carril bici. Pico con otra foto de embalse de salina rosa, que no pensaba sacar. Más salinas a la derecha. Paso puerto deportivo. No entro en el restaurante Gorbea y sigo hasta el puesto de Cruz Roja, donde el pasado año hice algunas preguntas; ahora no tengo preguntas que hacer. El Restaurante El Retiro está a mano derecha y empiezan a dar las comidas a las 13:30 h. Así que pido unas aceitunas en el bar y el mismo vino de la tierra con el que acompañaré la comida. Empiezo a escribir en el bar, mientras los camareros adelantan su comida, y entro en el comedor a la hora señalada. Como ensalada mixta, alguna alcaparra y las que puedo separo junto a los huesos de las aceitunas. Aunque las vea coger en Punta Prima al noroeste de Menorca, en 2011, y las quiera apreciar, me siguen sin gustar y, si puedo, las evito. De segundo, pido dorada, aunque me había hecho idea de lubina, con patatita panadera; está rica. Pido de postre melón y naranja y esta última la guardaré como cena para esta noche. Pago 24 € con la propina y recibo mensaje.

Mensaje de Sara
“Del oído derecho parece que oye algo. El izquierdo sigue sin dar bien. Otra revisión en 4 meses. Muxus.” Es el mensaje que me envía Sara tras visita con Jokin al Otorrino. Mando mensaje a los Usandizaga y que ya les ampliaré en Benidorm. Con el mensaje de Sara me he puesto triste. Le voy a hablar siempre como si oyera normal. Puede ser un mecanismo compensatorio. Mi deseo de que sea normal. Mi disposición a aprender lenguaje para sordos. Mi deseo de que no haya necesidad. Lloro con lagrimones ¡Qué guapo es!, ¡qué bonito!, ¡cuánto te quiere el aitona! Bueno, como a mis otros tres nietos. No quiero entristecerme en este día en que comienza de nuevo mi camino.


Playa La Llana, de nuevo
A las tres de la tarde piso la primera arena de playa de mi nuevo viaje; nuevo, aunque camino por terreno conocido desde que he salido de la AGA y continuará conocido hasta que llegue a las Calas de Campoamor, mañana. La playa de La Llana está similar a la que dejé el pasado verano, quizás se vea algo más de posidonia, el alga odiada por algunos, pero beneficiosa para contener la arena. Llego a la zona de las palmeras, conde el año pasado dibujé a la pareja de homosexuales. Me meto hacia las charcas salinas. Hoy hay una chica y dos chicos en bañador y un hombre desnudo tumbado tomando el sol. Me desnudo y me meto en la pequeña laguna. Mi primer baño cuasi Mediterráneo del año, si quitamos los que me di en enero con el Imserso en el mar de Alborán. Me da el apretón, me interno y cago, mientras me recriminan las gaviotas, ¡las muy cagonas! Tapo la mierda con fango y salgo al exterior, cojo los bártulos y voy a la playa abierta. Ahora me coloco entre dos maromos, equidistante de ambos. Me desnudo y me baño, ahora sí, en el Mediterráneo. Si miro al sol, está arriba, pero se va yendo para atrás, a mis espaldas. Estreno la nueva crema de protección solar, que es más fluida que la que tenía el pasado año. Borro los mensajes de Jokin, MoviStar y Sara. Ahora me tumbo a tomar el sol. El chico de la derecha pasea por la orilla hacia la Manga y regresa. El de mi izquierda se baña, se da crema, se limpia las manos y va hacia la laguna. Me baño de nuevo y, cuando estoy en el agua, el de la izquierda, se arrima al agua, pero se va andando por la orilla hacia Alicante. Cuando salgo, me seco en la orilla paseando en la misma dirección y cuando el otro se vuelve y nos cruzamos, tenemos un pequeño intercambio de frases en relación con la frialdad del agua; a mí me parece que está menos fría que en Hendaia y está de acuerdo en que en La Llana, en verano, si no hiciera viento, no se podría estar. Es autóctono. Al poco rato, se viste y se va. La conversación, breve, ha dado poco de sí. Vuelve el de mi derecha y se sienta en la orilla mientras yo escribo el diario. Luego, seguramente, me pondré a dibujar. Pues no. El de mi derecha también se va y yo, abandonando mis pertenencias, ya que me he quedado solo en la larga playa, me voy paseando por el interior. Los que antes estaban junto a la lagunilla, siguen allí; llega otro y yo sigo camino interior hacia las salinas. Me encuentro a otro chico que me muestra un txoko, por si quiero guarecerme del viento durante la noche; es un pino rastrero que forma como una especie de jaima. Agradezco, pero creo que finalmente me protegeré en la duna donde tengo mis bártulos. Según va bajando el sol, el aire va resultando más frío, así que lo mejor será comer pipas pronto y meterme en el saco a una hora prudencial. Al regresar a mi sitio, el chico que me ha mostrado el txoko pasa hacia el final de la playa.

Me pongo a dibujar la zona del palmeral de la playa, ahora con chica nudista. No está mal terminar el viaje del año pasado e iniciar el de este con un dibujo en el mismo lugar.

David de Cartagena.
Ingeniero agrónomo, reconvertido por el Sida
Aún no son ni las 18:30 h y ya casi no queda ni un alma en la playa. Más paseos y veo que, a lo lejos, regresa David. Volvemos a hablar y él mismo me propone que nos pongamos a charla. Para evitar malos entendidos, hago una apreciación prejuiciosa, con el único fundamento de su manera de hablar que, me parece, algo plumífera. Me excuso y no se da por ofendido y se mantiene en su deseo de charla. Como en el encuentro anterior ya le he contado mi programa para estos dos meses, me intereso por su vida. Trabaja en una Asociación de afectados por el Sida; él se encarga del tema del canjeo de jeringuillas; cuando devuelven una usada, se les dan dos. Tuvo antes una época de voluntario y le propusieron hacerle un contrato como profesional. Está contento con lo que hace, aunque estudió para Ingeniero Agrónomo y ¡Oh casualidad!, tiene la misma especialidad que Sara. Hortofruticultura y Jardinería. Me cuenta que en Murcia también va desapareciendo el voluntariado. “Las ONGs se lo están comiendo”, le digo. Donde él está, me dice, “el tratamiento a los drogodependientes es más amplio y llega hasta la terapia individual, para los que muestran verdaderos deseos de salir de la droga”. Hablamos también de la posidonia, que me reafirma como “alga buena que contiene al mar para que no se lleve la arena de la costa” y me da su versión de por qué la playa se estrechó al inicio de La Llana, debido a que “a los turistas, les desagradaba al entrar en el agua y la empezaron a quitar, y empezó a perderse arena, de tal forma que la torre vigía, que antes estaba en la arena, ahora a quedado unos metros más dentro del mar.” Mañana recibiré otra versión de la causa y quizás ambas se complementen. David es de Cartagena y tiene aparcado el coche en la explanada del inicio de la playa. Para él hace mucho frío y se ve que lo tiene a pesar de estar vestido. Yo sigo desnudo. Recoge las toallas. Yo me pongo la camiseta y le acompaño hasta un lugar desde el que, el saliente de las palmeras no me deja ya ver mi equipaje y me vuelvo, tras un apretón de manos. David me dice que aquí no es habitual encontrar a alguien con el que poder mantener una conversación tan interesante y que muestre tanto interés en conocer algo de lo que interese a los demás. Lo dice de corazón, no parece que lo diga para halagarme. Me disculpo por haberle inducido a hablar de temas laborales, cuando está en horas de descanso… pero me dice que ha estado a gusto contándomelo.

Anochecer en playa La Llana
Hace un par de horas que han llegado dos chicos con cañas, que no pescan nada; se bañan varias veces con bañador y, con él mojado, las recogen y se van, ¡nada saludable! Cuando ya estoy en mi sitio, me quito la camiseta y me doy el último baño en la salina. Todavía continúa allí el trío de antes. No se van hasta que yo empiezo a organizar mi dormitorio. Decido hacerlo algo protegido por duna, para que me quite el aire, pero viendo por un hueco la playa y la piedra cuadrada (la primera, ya que luego hay otras). Una pareja juega con pelota y palas y su perrazo les deja jugar tranquilos, sin perseguir la pelotita. Ella está en bikini y él desnudo (suele ser más normal que a la inversa). Llega un hombre en bici y se ponen a charlar largo y tendido y teniendo que dejar el juego y, cuando el de la bici se va, ellos también recogerán sus toallas, plegarán la sombrilla (que no sé para qué la tenían abierta) y también se irán (a Persia). No miro la hora, pero serán poco más de las ocho, así que decido meterme en el saco. Aliso la arena y el hinchado de la esterilla no lo hago demasiado bien. Espero que no me empiece a fallar. Elevo un poco la altura de la arena de los pies. El sol se va metiendo por San Pedro y, sin llegar a desaparecer, ya aparece la luna en cuarto creciente. “¡Púsoseme el sol, amaneció la luna!”. La almohada la he hecho con mi forma clásica pero, de tanto aplastarla con la cabeza, van saliendo muchas irregularidades. A pesar de ello, duermo bien, con sólo una meadita nocturna.

Lo más destacado de la jornada
La corta jornada de hoy, primer día, ha sido interesante por la visita de la AGA y me ha servido para conocer la fecha exacta del accidente y los otros accidentes mortales que allí ocurrieron en aquel fatídico mes de febrero de 1952. También he estado muy a gusto charlando con David y comprobar que, aunque estudió para otra cosa, está contento con el trabajo que está realizando y con el trato humano que ello le supone. Ha sido muy grato volver a La Llana.

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