martes, 30 de abril de 2013

Etapa 19 (197) (Godella)-Valencia-Puçol


Etapa 19 (197) 16 de junio de 2009, martes.
(Godella en Metro)-Valencia-Alboraya-La Pobla de Farnals-Puçol.

Despertar en Godella. Adiós a Rafael
Me despierto para las 6:40 h y marco etapas en mi mapa. Empiezo a escribir el diario; pretendo, al menos, terminar de escribir lo de anteayer y avanzar lo que pueda de ayer. He dormido muy bien. La camiseta casi se ha secado. Pongo a cargar el móvil, pero será en vano, completo las mochilas y bajo a la cocina, donde Rafael prepara los desayunos. Me deja su baño para afeitarme, ya que el otro lo ocupa Elías. Desayuno con Cola-cao de Hacendado, que me recuerda al que tengo de Eroski para cuando vienen mis nietos, y me prepara dos tostadas a las que pongo mantequilla. Naroa come algo de fruta, tortilla de jamón y no quiere petit-suisse; Rafael se empeña y consigue que tome un poco de leche.

Recuerdo una historia londinense, que tiene que ver con Aurora y mi amiga Cristina y su hijo Iñigo, que yo creía sabida, pero que Rafael desconocía. Fue un encuentro caótico pero que sirvió como experiencia para ambas. Aurora tenía mucho carácter y no estaba en su mejor momento en su relación con Andrew. Cristina en una de aquellas etapas de ingenuidad. Como quiero a las dos, prefiero no hacer juicios.

Nos sacamos unas fotos en la puerta de su casa y me despido de Rafael muy agradecido por su conversación y hospitalidad.







Despedida de Naroa y Elias. Raquel en el Metro
Montamos en el coche. Conduce Elías. Creíamos que íbamos bien de tiempo pero, con la mucha circulación que hay, llegamos con cinco minutos de retraso al liceo. Me despido de Naroa, diciéndole que daré recuerdos de su parte a mis nietos Julen y Lander y luego Elías me lleva al metro de Godella y allí me despido de él y le deseo suerte en las oposiciones. En la taquilla pido de pensionista y me cuesta el billete a Valencia 1,40 €. Raquel monta en la siguiente parada y voy hablando con ella; lee un libro con frases para educar a los hijos; “está bien”, me dice. Raquel tiene dos hijos, pero no le dejo leer nada porque le hablo de mi viaje. Cuando llegamos, me ayuda a salir de Ángel Guimerá y arriba, preguntando, conseguiré llegar a la Biblioteca.

Biblioteca en Valencia
Una entrada curiosa en un recinto curioso. La mujer que recibe me dice que no puedo usar Internet; la de información me dice lo mismo. Yo insisto, porque me parece injusto que yo aquí no tenga los mismos derechos que ellos en el País Vasco. Hace una llamada e intenta darme hora y clave. No hay para las diez, pero sí para las once h. Me dice que coja el nº 4 y la clave 5953 (escribiendo este nº en el diario, se acaba la tinta del bolígrafo que me regalaron en la AGA). Para hacer tiempo me acerco a la Hemeroteca, con el fin de ver resultados de los partidos en el periódico de ayer, lunes. La responsable me da las claves para encontrarlo. El sistema de búsqueda es sencillo, pero a mí me resulta difícil. Consigo el periódico, ¡qué desastre!, ¡dos o tres aciertos! Escribo mi diario y un chico con deficiencia, me tira un periódico, “¡perdón!”, me dice. Otros lectores comentan entre sí. A falta de cinco minutos para las once, subo al aseo, recojo las mochilas y, dejándolas cerca, me acerco al ordenador nº 4. Una chica me ayuda a entrar con la clave que me han dado. Borro correo de Kzgunea, sin abrir y, lo mismo, de Amnistía Internacional, Marco Polo, Foro, Elkar y alguna más. En “papelera” repesco la 5ª encuesta s/consumo de energía en el hogar de TNS, la contesto y borro. Y en Hotmail, vuelvo a ver las fotos de mis primos de Moraira y de Gari y mando mensaje a Sara. Ayer hable con Vera por mi móvil y ella con Elías y todavía me quedan 29 céntimos de saldo. ¡A ver si me acuerdo de cargar en un MoviStar! En la Biblioteca me encuentro con una de las recepcionistas del albergue de Piles y, ahora, salgo con ella. Son las 13:15 h.

Cervecería Centro con Cristina
Demasiada “c”. La chica de Piles se llama Cristina. Agradezco a la mujer que me ha dado la clave y la hora para hacer uso de Internet y Cristina y yo salimos juntos a la calle. Es parisina y, para comer, me orienta hacia un sitio de menú; le invito y acepta mi invitación a comer conmigo. El menú cuesta 8,50 €. Comemos ensalada de verano, ella dorada y yo lomo (le llaman jamón) con salsa española, y de postre los dos torrija, aunque a la suya  pide que le echen chocolate por encima. Tras pagar los 17 €, ella se empeña en invitarme a un tetería muy chic, donde bebo una infusión que lleva algo, muy poco, de regaliz. Después, leyendo una receta recomendada para mujeres, encuentro que también tienen palo dulce (nuestro makil-goxo), que es de donde sale el regaliz, pero ya es demasiado tarde. Cuando vuelvo del servicio, Cristina ya ha pagado y nos vamos. Me orienta hacia la avinguda del Port y nos despedimos.

Paseando por la playa de Valencia
Menos mal que no es Palencia, si no, sería otro hartazgo de “p”. Palencia no posee playa. ¡Todavía! Sigo calle abajo y llego a la playa. Al final de la avinguda del Port, cojo agua. Es una playa muy profunda. Hay que atravesar demasiada arena para llegar a la orilla, por lo que sigo por el paseo marítimo, aunque tengo muchas ganas de remojarme los pies, después de no hacerlo desde la mañana de ayer. Según se va acercando la orilla, el paseo retrocede así que, aunque avanzo hacia el Norte, la distancia a la orilla se mantiene estable. En un momento determinado, veo una pasarela larga de madera que va por encima de la arena en dirección al mar, a la vez que el paseo se vuelve a orientar hacia el interior; es entonces cuando tomo la determinación de dejarlo y llego a la orilla. El agua está espumosa y me parece poco apetecible. La gente se baña y revuelca entre la espuma. A lo mejor, lo que la produce, son muy buenos nutrientes de la piel, otras propiedades medicinales, o simplemente un exceso de salinidad, que no es mala, pero a mi me da sensación de suciedad y no me baño. Voy descalzo por la orilla, pero sólo meto los pies en el agua cuando me parece que está más limpia.

Bañito en La Malvarrosa
Continúo en la playa de Valencia, la de la Malvarrosa. Parece que, hacia el Norte, el agua va apareciendo más limpia. Por el interior, todavía se siguen viendo hoteles y edificios de viviendas de la gran ciudad. Llego a una zona en que están arreglando la carretera o el paseo marítimo y, probablemente por esa circunstancia, en esta zona de la playa hay menos gente. Sólo hay un ciclista bajo el primer parasol de entramado vegetal, de un conjunto de parasoles, y yo me dirijo al cuarto; descargo mis mochilas y me meto desnudo en el agua. El ciclista se muestra sorprendido, pero no dice nada. Como cubre poco, me tengo que tirar pronto al mar y empezar a nadar, aunque doy con manos y pies en la arena. Disfruto del frescor del agua, pero habría gozado más con mayor profundidad. Al poco, salgo, extiendo toalla y pareo, y me tumbo al sol, fuera del área en sombra del parasol. Sin visera, el astro rey muestra su impiedad así que, una vez seco, me visto y reanudo la marcha por la orilla.

Alboraya playa y un puerto curioso
Remojando los pies en las olitas, llego a la playa de Alboraya. Desconozco la estructura de esta costa, así que sigo por la arena, hasta donde ya no me deja continuar. Subo a paseo marítimo pero resultará ser malecón. Llego hasta el final, donde un entrante de mar no me permite continuar, sin otra opción que retroceder un buen tramo. Luego veré que se trata de un puerto que se mete hacia el interior entre construcciones altas. Todavía en el malecón, cuatro chicas, que parecen turistas hispanas, se han asomado también al puerto. Mientras me estoy calzando, me adelantan. Tardo en pasarlas y doblo hacia el interior. El calor arrecia, pues el sol rebota en las fachadas y estos edificios no dejan que pase la brisa marina. Paso por un hueco entre casas y veo este puerto, que está escondido en interior, aunque sin el lujo del de Benalmádena o del de Camposoto. El calor es tórrido y quiero salir a la costa, pero la salida se resiste y decido entrar en una terraza mirador desde donde se ve otra perspectiva del puerto y allí pido un granizado de limón (2,90 €). Mi primera intención es mental: “un buen sitio para dibujar”, pero una cosa es el deseo inicial y otra la realidad, quizás derivada del calor, porque aquí el paisaje sí que motiva.


Me conformo con una foto para  recuerdo del puerto de Alboraya, rodeado de casas y que será la última que saque este día. Al agua que he cogido en la avenida del puerto de Valencia, le echo los hielos triturados del granizado al que le he sorbido todo su sabor a limón. La camarera dice “¡qué guay!” cuando le cuento mi “aventura” y, tras pagar y pasar por el aseo, me voy. Se me empieza a poner un malestar general y algo de dolor de cabeza, lo que me hace tomar la decisión de tragarme mi primer medicamento del viaje, una pastilla de AAS, ácido acetil salicílico. No es un ácido cualquiera, después de un ácido limón dulcificado. Al final del complejo portuario encubierto, salgo de nuevo a la playa del lado Norte de Alboraya.

Massalfassar-Massamagrell y La Pobla de Farnals
Voy bien por la orilla, pero un riachuelo me crea problemas. Poco a poco, la costa va empeorando y acabará convirtiéndose en un muro artificial de piedras; una forma de contención necesaria para que el mar no se lleve toda la costa, las casas y la autopista. Voy por carretera desvencijada y mal asfaltada, pero no me queda más remedio que escuchar el abominable ruido que producen los vehículos al correr por la autopista. “¡A quién se le habrá ocurrido ponerla tan a la orilla del mar!”, me pregunto. Sobre el murete de piedras, pescan pescadores y, mientras no pasen coches levantando polvo, voy bien. Ya he superado el paralelo hipotético que pasaría por Godella. Me encuentro con un cañaveral y ya no me apetece seguir por la costa, así que continúo por carretera que va paralela a la autopista. El indicador del camino dice: Massalfassar. Una madre joven dice a su hija que 6 euros son mil pesetas y que, si quiere disponer de ellas, tendrá que contribuir en algo a cambio. Me entremeto y mi intromisión es bien aceptada. Les cuento de qué va mi viaje y sigo adelante. Parece que mi destino va inexorable hacia La Pobla de Farnals, unos edificios feísimos cerca de la costa, pero donde antes indicaba Massalfassar, ahora  pone Massamagrell. Olvido carretera y vuelvo a camino de costa.

A dormir en la costa de Puçol. Risas al fin de la jornada
Un señor me dice que hay camino hasta Sagunto o, al menos, hasta Puçol (Puzol). Pero ahora las playas ya son de cantos rodados; compruebo que son artificiales porque cada poco rato aparece un espigón que las retiene, pero no logran formar playa de arena. Al final de cada espigón, se ven pescadores, pero algunos tienen más atractivo que otros y se ven más pescadores y más cañas. Llego a playa de piedras equidistante, a Norte y Sur, de construcciones. En este espigón no hay pescadores; sólo un hombre pasea hasta el final y regresa. Cuando nos cruzamos, le pregunto. Me dice: “Soy de Puçol, bueno, llevo más de veinte años viviendo allí” y me añade que en Puçol hay pensiones y que está a unos 4 km hacia el interior, y que en el Puçol de la costa solo hay viviendas privadas. Ante lo poco que atrae andar cuatro kilómetros que mañana deberé retroceder y que no me parece tan malo el lugar donde estoy, tomo la decisión de quedarme en esta costa. Me parece que la marea no subirá al lugar que he elegido y casi tengo la certeza de que por aquí no van a pasar las cribadoras. Cuando ya me he convencido, llegan dos coches y, pronto, un tercero. Los dos primeros, con chicos que van a pescar, “a pescar algo”, dice uno de ellos y se ríe. Al primero le paro y le digo que pague el canon por pasar. Parece que se lo cree, pero en seguida me río. Ingenuo, pero majo chaval. Se ríe. Los que vienen detrás también se ríen. En el tercer coche llegan tres chicas; más tarde una se va en el gris y vuelve con una cuarta. Los chicos van con cañas y les he dicho que, al regreso, no me despierten. A las chicas, que van sin cañas, les digo: “si no lleváis cañas para pescar, ¿es que vais a pescar novio?”. Ni niegan, ni afirman, pero se ríen. Van a pasárselo bien. Me desnudo y, con la ropa, organizo mi almohada. Un coche rojo para a lo lejos. Otro negro, aparca en zona intermedia, entre los tres de los chicos y chicas con los que he hablado y el rojo. Más tarde llega otro blanco, pero no sé a qué, y se queda más cerca de la orilla. Desde dentro del saco, sigo observando. La noche ha cubierto de nubes el celaje, pero no parecen amenazantes. Los coches se van yendo; primero el rojo, luego el negro y, el blanco, sabré que se ha ido porque, al despertar por la mañana, ya no está. Lo que quiere decir que no he tardado mucho en dormirme. Ha pasado una pareja hablando fuerte. Ella dice: “yo tengo mis valores” y yo me pregunto “¿Cuál será el valor de sus valores?” Ni me entero cuándo se van. A lo mejor pertenecían al grupo. El grupo se ha marchado con mucho ruido, cuando yo todavía no me había dormido. No me han molestado demasiado. La luna está en cuarto menguante, afinándose, y no veo la Osa Mayor.

¿Qué recuerdos me quedan del día?
La despedida de los Fernández, la charla con Raquel, el tiempo de Internet en la Biblioteca, el paseo, la comida y el té con Cristina, el bañito en La Malvarrosa, el granizado en Alboraya y su curioso puerto interior y un atardecer con risas en Puçol.

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