viernes, 3 de mayo de 2013

Etapa 24 (202) Orpesa-Alcossebre

Etapa 24 (202) 21 de junio de 2009, domingo.
Orpesa-Marina d’Or-Playa La Ribera de Cabanes-Torrenostra-Capicorb-Alcossebre (playa del Moro).

Amanecer en Orpesa
Una ducha fuerte con gran toalla para secarme. L’Escaleta me proporciona la habitación con la mejor relación calidad-precio de lo que llevo de viaje. Lástima que los vociferantes vecinos callejeros griten tanto para hablar; pero tardarán poco en desaparecer. Duermo muy bien y no tengo consciencia de haberme despertado en toda la noche. Son las 7:30 h cuando lo hago, pero no me levanto hasta las ocho. Pongo la tele donde estaba. Recojo mi equipaje que casi ya está seco y, con el sol que ya se anuncia, se me terminará de secar puesto o dentro de la mochila. Como decía, la cebolleta de la ducha lanza el agua con gran fuerza y relaja bien la zona alta de la espalda y las cervicales. Seco, vestido y cargado con las mochilas, bajo y dejo las llaves junto a la televisión de recepción. Salgo a la calle llevando en la mano la pila de la cámara, que el camarero de La Parrilla quería tirar al contenedor de vidrio. Habría sido una decisión poco ecológica si se lo dejo hacer. A ver si hoy encuentro el lugar de depósito adecuado. Un chico me dice que en el paseo hay contenedores de tres colores. Aunque le digo que el amarillo es para envases, al acercarme, compruebo que sobre ellos hay unos pequeñitos: uno para las pilas, otro para cigarros y un tercero para envases pequeñitos. Creo que este último está de más pues, para ellos, ya existe el amarillo general. Bueno, una preocupación menos. 

De Orpesa hacia Marina d’Or
Ya he cruzado las vías del tren y acercado a la playa del lado sur del Morro de Gos, donde ayer salí del túnel y la vía verde. Es en su paseo marítimo donde he depositado la pila. Pregunto a una pareja por el lugar donde se inicia la vía verde y me indican unos toldos y una casa amarilla (que, en realidad, es de color crema). Un policía local no sabe decirme para cuándo está prevista la inauguración. Voy y saco foto, aunque me habría gustado más sacarla en la zona en que estaban diferenciadas las dos bandas, pero ayer llovía y no lo hice y hoy no tengo ganas de retroceder. Vuelvo al paseo marítimo y un señor me orienta para continuar hacia la playa del Morro de Gos y me evito dar la vuelta por el morro, que ya di ayer en compañía de José Manuel. Paso por delante de la tienda en que ayer tarde me invitaron a dormir en el porche, cuando terminaran de retirar los objetos que vendían, pero que decliné por estar en un entorno demasiado urbano y más siendo fin de semana. Hasta me ofrecieron dejar el toldo extendido. ¡Que tengan suerte y el negocio funcione! Se lo merece su generosidad. Salgo a la playa del Morro de Gos. Me suena algo familiar, como la Zurriola, del Barrio de Gros, en Donostia. Parece que estoy en casa. Enseguida encuentro a Luis, con el que iré hablando. Es viudo desde hace cuatro meses (luego dirá cinco) y todavía no ha terminado su duelo y está en fase de adaptación a la nueva situación. Discutían mucho pero, ahora, le echa mucho en falta. “Probablemente por eso”, le digo, pues “¿con quien discutes ahora?”. Dice que lleva tiempo viviendo en Marina d’Or, donde tiene un piso (o un apartamento) y me dice que, en algunos edificios, aparentemente completos, todavía quedan apartamentos por terminar de construir. También me dice que todos los años el mar se lleva la arena de la playa, pero que la vuelve a traer. “Parece que este problema no se va a resolver en tanto no echen espigones hacia el mar, como en Benicassim”, me dice. Cuando llegamos al Amarre, que es el lugar que me ha recomendado para desayunar, se encuentra con un amigo y nos despedimos. Luis es de Madrid.

Desayuno en el Amarre de Marina d’Or. Me gusta la taza del jefe
Me despido de Luis, dándonos la mano y entro en el Amarre. No hay bollería del día, así que pido unas magdalenas alargadas y descafeinado con leche. La taza que me ha gustado, por tamaño, era la taza en que desayuna el jefe y no las tienen para el público. Pago 2,20 € y me voy.

Por la costa de Marina d'Or
Salgo al paseo marítimo y compruebo lo deteriorado de la conjunción de la playa con el paseo que, como se puede comprobar en la foto, es de piedras. Los cables que proporcionan corriente eléctrica  a las farolas aparecen al aire, desenterrados probablemente por el golpe del mar y que demuestra que las tareas de mantenimiento no se producen con la celeridad necesaria. Lo cierto es que tampoco tengo certezas de que algún día reparen los desperfectos. Un poco antes de salir de Marina d’Or, encuentro a Vicente, que está sacando del mar un saco que contiene piedrillas, que lleva para que sus palomas trituren en el buche los alimentos que comen. Está con su hija Sofía. “¡Adiós Sofía!”. Continúo hacia la Ribera de Cabanes.

Dos acuarelistas: Roberto y Santiago
Cabanes está al interior, detrás de la Serra de les Santes. La de Les Palmes ya se acabó ayer. Saliendo del pueblo, voy por paseo marítimo, paso un puente sobre riachuelo, y retrocedo hacia las rocas para hablar con dos pintores que acaban de llegar y montan sus caballetes para pintar con acuarela. Les enseño mis dibujos y, al ver el inicio de la torre de Bellver, me dice Roberto que es una de las torres colomeras, pero no me sabe decir el significado de la palabra. Yo ya sé que coloma viene de paloma y que se refiere a estas torres en que se comunicaban unas con otras por medio de palomas mensajeras. "¿Mensajeras?" (no te exagero nada). Roberto es el experto acuarelista y me cuenta que enseñó a su hija a pintar con acuarelas y que, cuando fue a la Universidad para estudiar Bellas Artes, no le supieron enseñar nada más de lo que ya había aprendido con él. Hoy Roberto trae consigo a Santiago para que vaya practicando y aprendiendo la técnica, aunque opina que cada uno aprende por sí mismo y de sus propios errores. Me da pena no verles empezar pero, por si Arturo ha tenido la feliz idea de ir a la playa de Ribera de Cabanes, prefiero llegar allí no demasiado tarde.   

Playa nudista de Ribera de Cabanes. Un dibujo flojito
Cuando dejo a los pintores, llego a Torre la Sal. Pronto empieza un pedregal sobre el que parece haya pasado una apisonadora que ha aplastado la cima y que crea un camino alisado con los mismos cantos rodados. Al estar aplanado, los cantos no ruedan y se anda bastante bien. Al inicio saludo a Javier que lleva viviendo allí más que los 32 años que lleva de casado, acudiendo al lugar, aunque resulte incómodo para el baño por las piedras redondeadas. Me desea feliz final de recorrido. Después encuentro a Javi que me dice que ni Torre la Sal, ni ésta, son nudistas, pero él está desnudo. En poco tramos, tres Javis entre piedras. Javi está en contra de mis argumentos y dice que si a alguien no le gusta que otros hagan nudismo en lugares no nudistas, tienen todo el derecho a protestar. A mi no me preocupa tanto que protesten, como que las autoridades se hagan eco de su protesta. Le digo que los que protestan no respetan nuestro derecho, pero abandono el discurso, a Javi y me voy. Poco tardo en llegar a la playa y me aposento en lugar similar al de ayer. Dejo el equipaje, me desnudo y me baño. He tenido suerte de elegir el sitio de entrada al agua por arena en todo el espacio. En mi zona está también un matrimonio con un hijo de unos 20 años con alguna deficiencia. Me seco por la orilla hacia el Sur y hacia el Norte y, en uno de los paseos, abandonando mi equipaje, paso las ruinas y voy a ver el otro lado de la playa, más al Norte, y hasta que de nuevo empiezan las piedras.

Entre baño y baño, iré dibujando las ruinas. Un chico va hacia el Sur y voy hablando con él. Es José Manuel quien, por una tendinitis de tobillo, tuvo que abandonar el verano pasado el Camino de Santiago que había iniciado. Andar por la orilla le viene bien y, en cuanto se recupere, lo reiniciará en Burgos. A las 13:30 h, y en vista de que Arturo no aparece, me voy a comer. Cuando llego al aparcamiento, pregunto a una pareja si me pueden subir hasta la carretera. Todos sus pobres argumentos van en contra de mi deseo. El menos potente: “que van a Valencia”, me dicen. Les señalo con el dedo el lugar donde quiero ir, un sitio donde se come bien, y a donde tienen que subir sin remedio, ya que es donde confluye el camino con la general; como veo que no tienen intención de subirme y estoy perdiendo el tiempo, les agradezco la voluntad y me voy. Me quería evitar la calorina de la subida, que parece que se incrementa porque vengo fresquito del agua del mar, pero son apenas 20 minutos y no es para tanto. Un ejemplo que contrasta con la solidaridad del caminante, la de Arturo, de ayer y anteayer, que nunca olvidaré. En el ascenso me adelantarán dos coches: un padre con un hijo y los poco solidarios; ninguno tenía obligación de llevarme, pero habría estado bien si lo hubieran hecho.

De nuevo en el Tere
Llego al Restaurante Tere y me atiende la misma camarera rumana de ayer. Ahora queda aclarada la nacionalidad que discutíamos ayer Arturo y yo. Él acertó, pues yo decía italiana o croata; es probable que él ya lo supiera, pues es cliente habitual. Como cuatro pimientos rellenos de morcilla y una rica lubina con patatita y verdurita; termino con la ensalada y, de postre, panacota, que es como una cuajada, con más nata que leche. Enfrente se sientan dos matrimonios maños que suelen venir a Orpesa de fin de semana y se conocen bien el Tere. Una de las mujeres, con los dos hijos, hicieron el Camino de Santiago; cuando llegaban a los albergues, siempre se los encontraban llenos y solían ir a los mejores hoteles. “Aunque Tarragona está más cerca, nos gusta este lugar”, dicen. Pago 15 € y me siento en el bar a escribir (el aire acondicionado me está matando). Cuando pasan, enseño mis dibujos a las mujeres y mi GPS (el mapa con las etapas). Pregunto la composición de la panacota y para las cuatro voy al retrete a orinar, coger agua (la que me han dado del grifo está caliente, pues estaban fregando) y bajar a la playa de nuevo. Aitor, de Elgoibar, ha entrado a comer cuando yo salía del comedor al bar. Se "escapa" sin que me entere. Salgo del Tere, cruzo la carretera y, pasando el puente, sigo por calzada asfaltada hasta que deja de estarlo. Hacia la derecha hay un camino que pone de Las Torres. Tiene doble señalización, porque sale de una revuelta muy curva. La parte no asfaltada es más propia de un Parque Natural, como es éste del Prat de Cabanes-Torreblanca. Sigo pensando que es una hipocresía no asfaltar y dejar entrar coches. Si el asfalto supone una agresión a la naturaleza, ¿qué tienen los coches de natural?

Vuelvo a la playa nudista de Ribera de Cabanes
En el último tramo no asfaltado, me pasan varios coches en ambos sentidos; todos van a poca velocidad, excepto uno que, por suerte, ya me coincide en zona pedregosa. ¡Fitipaldi! Cuando llego, veo a un negro subsahariano, junto a las vallas de madera de separación del aparcamiento. “¿Será el negro que rompe los cristales de las puertas de los coches para robar?”, me pregunto. No será, pues allí está y nadie se alarma. Me asomo por el lado Sur, para ver si está Arturo y, como no le veo, me dirijo al Norte, por donde esta mañana he hablado con José Manuel, el que está tratando su tendinitis de tobillo.

Eva, Nacho e Izan
Veo al matrimonio con niño que, en la orilla, hacía flanes de peces, tortugas, etc. “¿Dónde has dejado la caña?”, le pregunto y pone cara de asombro. Les saludo y sigo adelante. José Manuel ya no está y me pongo a continuación de ellos; dejo las mochilas y me baño a la vez que lo hace Nacho. Comento con él la bonanza de la tarde y asiente. Más tarde hablo con Eva, la mujer de Nacho, que está tratando de que Izan se duerma en brazos, pero es en vano. Sorprende que una murciana, nacida en Lorca y un Castellonense, pongan por nombre a su criatura uno que, en euskera, significa Ser. “Lo hemos hecho con intención”, me dicen, “ya que el Ser es lo fundamental de la persona” y me preguntan si ese nombre se pone en Euskal Herria. Yo no conozco a ningún Izan, pero tampoco puedo negar tan rotundamente que no haya alguno. La conjugación del verbo en presente de indicativo no la saben, casi ni yo, pero me aventuro: ni naiz, zu zara, hau da, gu gara, zuek zarete, haiek dira (yo soy, tu eres…). No llego a sentarme con ellos, les cuento de qué va mi viaje y les enseño mis dibujos. Eva pone especial atención en los de Murcia; “son muy majos”, me dice. Yo cambio lo que ella dice de los dibujos y lo aplico a las personas. “En todas partes hay majos y menos majos”, le respondo. El niño juega aproximándose a una niña menor, pero permanecen distanciados. El ser y la nada, me viene a la mente. Y también mis hijas, que forman parte de mi ser, y mis nietos. Todo será por Izan. Me doy el último baño. Eva se queda dormitando, Nacho juega con su pala e Izan con su palita de playa, intentando darle a una pelota. Me seco, me visto y me despido. Nacho me desea suerte, después de haberles contado las aventuras de la aliaga y de la Mesa de Roldán ¿por qué contaré estas etapas en las que más sufrí, cuando la mayoría de ellas van siendo placenteras?

De nuevo José Manuel y su tendinitis
Ya en marcha, con las mochilas al hombro, veo en su sitio a José Manuel; parece ser que, cuando he llegado por la tarde, estaba paseando y, por eso, no le he visto. Cuando pasea, deja sus ropas abandonadas, como yo acostumbro a dejar mi equipaje, pero se lleva consigo la llave del coche. En caso de que le robaran, tendría menos problema que yo, puesto que en el coche siempre tiene algo que ponerse. ¿Y si le roban el coche? Se quedaría como le trajeron al mundo, pero con llave. Si fuera hebreo, con llave y con Yahvé. Y voy a dejar de soltar paridas, que luego no sé parar. Me acerco a saludar a José Manuel y para desearle que empiece con buen pie, nunca mejor dicho, el Camino de Santiago que abandonó en Burgos, que es donde lo tuvo que dejar por la tendinitis de tobillo del pasado año. Sigo adelante y, sin llegar a andar cien metros, me doy cuenta de que no le he dicho nada de mi tendinitis de la primera etapa entre Donapaleu y Donibane Garazi, así que retrocedo y se lo cuento; aunque tengo que dirigirme hacia el agua, pues se ha levantado para darse un baño. Cuando está entrando en el agua, le hago una señal para que me espere. Le cuento el proceso y mi experiencia en la talasoterapia de Zumaia, la cápsula Fotón, en la que me metieron en Zelai. Me cuenta que llevaba ocho meses sin mejoría y que ya estaba desesperado, ¡harto de médicos! Y que, por fin, fue a un médico forense que, en un par de meses, le ha llevado a tanta mejoría que ya está dispuesto a volver a Burgos. Todos le habían recomendado que no hiciera bicicleta y, sin embargo, éste le ha dicho que es lo que más le conviene. Creo que ha perdido ocho meses en vano y si hubiera hecho como yo, seguir andando en lugar de abandonar el camino, le habría ido mejor. Me vuelvo a despedir de José Manuel y enseguida me calzo, porque ya empiezan de nuevo los cantos rodados.

Parque Natural del Prat de Cabanes-Torreblanca
Como digo, el camino hacia Torrenostra vuelve a ser un pedregal. Voy por la cima, pero ésta no está alisada, como entre Torre la Sal y la playa de la Ribera, sino que, al pisar, los cantos rodados ruedan. Enseguida acabo hecho polvo. Al cuarto de hora, encuentro a un hombre con sombrilla que, bajo su camisa, asoma su pene que intenta enderezar. Le grito desde arriba: “¿qué, se te pone bonita?” y me responde: “¿y tú, cómo la tienes?” y yo: “normalita, como la mayoría”, y sigo adelante. Las piedras siguen siendo cansinas y, cuando veo un puente, bajo a camino. Ahora el camino es como dos sendas, de tierra, pero tampoco es muy agradable ya que, al estar en espacio natural, las plantas crecen a los bordes y lo avasallan, lo mismo por los senderos laterales como por el centro del camino y me van de continuo cosquilleando las piernas. No hay forma de evitarlo porque hay muchas. Este camino tampoco me durará mucho porque, de nuevo, se mete en el pedregal. Otro rato así y pronto volveré a tener un respiro en una pequeña playa de arena, en donde vuelvo a ir descalzo por la orilla. Llego donde dos pescadores jóvenes que han llegado con un carro de ruedas repleto de bártulos y lo han traído rodando por el pedregal. Si para uno sólo ya es complicado, ¡imaginaos arrastrando un pesado carro! Continúo otro rato por piedras y otro pescador me dice que coja un camino más abierto, que va paralelo a la playa de piedras de Torreblanca y que me llevará a la zona construida de Torrenostra. Desde Ribera de Cabanes, se veía un edificio que acababa en un tejado tipo pirámide y que, al acercarme, tiene color granate y forma de pirámide escalonada, tipo la de Zoser, salvadas las distancias y los tamaños.

Ya estoy en Torrenostra, no entro en la playa y me siento en la terraza de el Muret (con las dos “e” al revés, que yo no sé hacer girar a la derecha en el ordenador), y tomo un gin-tonic (5 €). Unos, de los países del Este, toman algo; luego se sientan otros de nacionalidad indefinida, quizás italianos y, finalmente, un matrimonio joven con una niña (quienes me ayudarán para escribir la palabra “forense”, que no me venía a la mente). Como estoy un rato, aprovecho para escribir el diario, y así no se me acumulan las noticias. La ayuda la he precisado cuando escribía sobre la tendinitis de José Manuel. Me acuerdo de que hoy se celebra el bautizo de mi nieto Jokin y de su primo. “¿A cuál de los dos le habrá tocado el faldón vaporoso hecho con las enaguas de la tatarabuela?”, me pregunto. Con el tiempo sabré que, como Jokin está tan rollizo, no le habría cabido. También el padre de la niña del matrimonio joven es muy didáctico y hace que ella haga un ejercicio de recuerdo de lo más próximo pasado. Le pregunto qué camino tengo para llegar a Capicorb (que para algunos es Capicorp), e interviene el italiano de la mesa de al lado que, luego, llegando a Alcossebre, me ofrecerá pescaditos fritos.

De Torrenostra a Capicorb. Julieta, Romeo y Benjamín
El camino pasa de ser de tierra a pedregal y, de nuevo, a tierra. Llego al Mirador del río San Miguel con el Mar, que es un inmenso pedregal. Las señales advierten peligro, ya que en las grandes tormentas y, probablemente la de la noche anterior lo fuera, la carretera, con el paso del río, sufre inundaciones. Me encuentro con matrimonio con dos hijos que están pasando sus vacaciones en la Residencia Sant Antoni, junto a una ermita del mismo nombre. Allí hay un castillo almenado con un balconcillo, donde se asoman Julieta y Romeo, pero la escala ya no está. Acabo llamándoles piratas. El edificio es una sala de fiestas y donde están las almenas es la terraza. Si no me hubiera tomado el gin-tonic en Torrenostra, lo habría tomado allí, pero tampoco me agrada que, otra playa de cantos rodados, la declaren nudista, “¡para que nos escoñemos!”, pienso. Con la familia de Sant Antoni, he hecho de informador y les he explicado de que va toda la costa hasta Marina d’Or y Orpesa. Me despido y ellos siguen caminando hacia Torrenostra. Me encuentro con Benjamín, un pescador miedoso que trata de metérmelo a mí. Me cuenta lo sucedido a otro pescador que, tras mantener una discusión sobre perros, le meten tres cuchilladas. “Pareciera una reyerta sobre perros, entre perros”, le digo, “con la diferencia de que los perros no tienen ni cuchillo ni navaja”.

Hago memoria para repasar, en todo mi viaje por la costa peninsular, un hecho que me haya hecho temer algo de algún humano y me acuerdo de Comporta, en Portugal, en la mañana que partí hacia Troia, y que no tuvo consecuencia alguna. Si fuera sobre perros, ya tendría algo más que decir: el que me ladraba y gruñía amenazante llegando a Redondela, el que me mordió una corva de la rodilla llegando a Almograve, el canelo del mordisquito del camping de hace cuatro días… En Capicorb me encuentro con este árbol del que cuelgan unos frutos peculiares, la mayoría suelas y calzado y al que califico dentro de la  especie nueva de árbol peregrino.

De Capicorb a Alcossebre. Amparo y Antonio
Me encuentro con Amparo y Antonio. Les pregunto si “corb” o “corp” y Antonio, en la explicación, emplea la palabra “pleonasmo”, que es cuando se añade a una frase algo que sea innecesario, pero que la refuerza. Con esa palabra, entiendo que es un hombre culto aunque, en este caso, no me parece bien aplicada. El cree que es Corb, Capicorb, que sería cabo del Cuervo o Cap i Corb, que sería cabo y cuervo. Pero también podría ser un valencianismo erróneo Cap i Corp (cabo y cuerpo), pero cuerpo, en valenciá, se dice de otra manera. Todo esto es una deducción lógica que, Antonio, no se atreve a asegurar que sea la explicación verdadera. Me encanta su sencillez, en contraste con la rimbombancia de las palabras iniciales. Él no es de letras. Siente envidia sana de lo que estoy haciendo y a él le gustaría hacerlo alguna vez, pero Amparo es muy miedosa; en particular de los animales, “los bichos”, dice ella. Me dicen que, después de una torreta blanca, empiezan pequeños acantilados, con pequeñas playas de arena debajo, antes de llegar a Alcossebre, que hasta hace unos años conocíamos como Alcoceber, donde suelen pasar vacaciones mis amigos Lucía, presidenta en los últimos años del Foro Ciudadano Irunés y su marido Paco, de Irun y que, supongo, en estas fechas de verano no les encontraré. Ella se suele definir como Lucía de Paco y él como Paco de Lucía, pero no creo que sepa tocar la guitarra. Agradezco la información a Antonio y Amparo y voy a comprobar lo que me han dicho, incluida la ducha en la playa.

Pequeños acantilados hacia Alcossebre
Tras la información recibida, voy dejando atrás el pedregal y aparecen los pequeños acantilados. En algunos tramos, al borde del precipicio, se sitúan las autocaravanas. En una de ellas, dos extranjeros, hombre y mujer leen, sentados en sendas sillas junto a la suya, sus libros respectivos. Alguno podría ser Ángeles y demonios, uno de los últimos best sellers. Los jóvenes, él con perro y ellas detrás con chancletas inadecuadas para un pedregal, que he visto antes, ahora retroceden hacia su furgoneta verde y extranjera. Paso la torre blanca y comienzan las falésias (acantilados en portugués) y, si bien la información dada por Antonio no deja de ser correcta, puesto que las playas tienen arena, toda su arena es inundable con la marea alta y, en la parte más próxima a la carretera, sigue siendo de cantos rodados; son, por tanto, poco apropiadas para dormir en la playa. En la siguiente se produce la misma situación, con el inconveniente añadido de que está más próxima a la carretera aún, con camping y terraza de bar que se prestan a temer música nocturna. Escapo rápido de allí. Ya me estoy acercando peligrosamente a Alcossebre y, cuanto más me acerque a playas más urbanas, los problemas se agudizan. En uno de los tramos de carretera, ha quedado un espacio entre ella y el mar, donde crece vegetación cuidada y unos caminos conducen hacia una torreta mirador de madera y me meto hacia allí. Una pareja baja de la torreta y otra sube, y yo avanzo hacia la siguiente playa. Aunque ya estoy en zona con bastantes construcciones, la playa que veo me da buenas sensaciones, puesto que tiene una especie de cuevas en su zona Norte, que están bajo la plataforma paseo que va por encima, donde se besa una pareja. Otra pareja se asoma hacia el lugar en que luego dejaré las mochilas.

Tarde y noche en la playa del Moro
La playa está siendo remodelada y por el lado más sur no puedo pasar, así que entro por el lado donde están las cuevas y elijo una que, al tener rocas delante, no podrá penetrar ningún tractor, ni ninguna cribadora, cuando hagan labores de limpieza de playa. Será una de mis camas más seguras.

Descargo el peso, como pipas de calabaza, tirando las cáscaras en la papelera y aguanto hasta algo más de las 9:30 h antes de meterme en el saco y ponerme a sornar. Sin moros en la costa, el moro Xabier Al Davé, toma posesión de la playa del Moro por una noche, no más. Hace cierto calorcillo dentro de la cueva, ya que ha pegado el sol durante la tarde y, por tanto, hay algunos mosquitos que trato de ahuyentar hasta que me duerma. Espero que no me piquen durante la noche. El golpeteo de la ola es potente y grato; por la altura del agua, recibo la sensación de que ya ha subido todo lo que tenía que subir en la marea alta y que me libraré hasta bien entrada la mañana de la siguiente. Mi visión del cielo es escasa, ya que sólo veo hacia el sur, hacia la torre de madera. El techo de la cueva es de amalgama con estructura de cantos rodados, me recuerdan a los cookies de avellana y, aunque es un techo protector, no me permite ver todo el firmamento que me habría gustado disfrutar; ni la Osa Mayor, ni la luna aunque, probablemente, esté en fase de Luna Nueva. Con el culo, procuro apoyarme en mi mochila y creo que ya he echado mi primer sueñecito cuando, a las 00:10 de la medianoche, ha aparecido la cribadora a toda velocidad. Va tan rápida, que me da la sensación de que rastrilla más que cribe. Como tengo las rocas protectoras, casi tengo la certeza de que no se va a acercar, pero, por si acaso, estoy atento a salir con los pies en polvorosa. Atención, autodefensa y huída; todo en un pis-pas, que harán innecesaria tanta prevención. Cuando la cribadora o alisadora de playa se vá, salgo del saco, orino y, al volver, me hago una pequeña heridita encima del dedo pequeño del pie izquierdo. Mañana se curará.

Demasiados cantos rodados para caminar en esta jornada
La jornada ha sido amena en cuanto a encuentros que, sin haber sido de enorme brillantez, han estado bien. Repasando: Luis, antes de desayunar, superando su viudedad; los acuarelistas Roberto y Santiago, se aprende de los errores; José Manuel en dos fases, antes y después del Tere, que espero recupere su tobillo; Eva, Nacho e Izan, un nombre vasco para un niño de padres levantinos; Amparo y Antonio, envidiando mi viaje; y sin quitar nada, los temores de Benjamín. La comida en el Tere ha estado bien en calidad-precio y recupero dormida al aire libre bajo grueso techo protector.

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